Si se es mujer, a las desigualdades económicas se le suman las inequidades de género. Foto: Alfredo Carías.

Si se es mujer, a las desigualdades económicas se le suman las inequidades de género. Foto: Alfredo Carías.

Igualemos la mesa: la reforma fiscal impostergable

 

El avance del COVID-19 y sus efectos sobre la salud, economía y sociedad constituyen una oportunidad para hablar de las reformas estructurales que no podemos seguir postergando.

La desigualdad económica y social previa a la pandemia es la enfermedad que desde hace muchos años diversas organizaciones, economistas, e incluso que diversos organismos multilaterales, han venido advirtiendo por sus efectos nocivos para la economía y la sociedad en su conjunto; aún con estas voces públicas sonando, no se ha logrado influir para obtener compromisos por parte de los gobiernos.

Antes de la pandemia, en El Salvador, el 22.8% de los hogares a nivel nacional vivía en condiciones de pobreza monetaria. Si incorporamos la medición multidimensional, esta asciende al 28.1%, lo que equivale a 543,875 hogares en los que residen 2.1 millones de personas (17.5% para él área urbana, y 46.0% para la rural). Además, el 21.7% de los hogares rurales no tenía acceso a agua por cañería, y un 40.50% vivía en hacinamiento (EHPM, 2019). De acuerdo con el Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas (PMA), 310 mil hogares ya se encontraban en inseguridad alimentaria.

Estas desigualdades con rostro humano no han sido provocadas por la pandemia, más bien ya existían, y se han exacerbado en las últimas décadas como resultado de un modelo económico que ha generado mayor concentración de la riqueza y poder en pocas manos, mientras que, en el otro extremo, amplios sectores de la población viven con ingresos insuficientes para cubrir sus necesidades básicas. 

Las banderas blancas -tan visibles durante las medidas de confinamiento- y las constantes manifestaciones por la falta de agua en distintas colonias de San Salvador, son un ejemplo  más de cómo dos derechos fundamentales para la vida se han visto sistemáticamente vulnerados desde antes del COVID-19. Estos permanecen sin una legislación y políticas públicas que los regulen.

En este sentido, afrontar el impacto de la pandemia es una realidad diferente para quienes se encuentran en desempleo, o para una de las 4 de cada 10 personas que trabajan en el sector informal. De acuerdo con la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en el 2018 sólo 2 de cada 10 personas ocupadas tenía un empleo decente, es decir, una oportunidad que les permite cubrir necesidades básicas y gozar de protección social. Por el contrario, para las 160 personas que en el 2015 acumulaban una fortuna en su conjunto de $ 21 mil millones de dólares, equivalente al 87% del PIB de ese año, los efectos derivados de la pandemia han sido mínimos.

Si se es mujer, a las desigualdades económicas se le suman las inequidades de género. Cinco de cada 10 mujeres ocupadas lo hacen en el sector informal, sin derecho a protección social, a una pensión digna en el retiro, con ingresos por debajo del salario mínimo legal y expuestas a sufrir discriminación y todo tipo de violencias. 

Las mujeres se emplean en condiciones de mayor desventaja que los hombres, o lo hacen en sectores de baja productividad, con remuneraciones que no logran cubrir las necesidades básicas de alimentación, vivienda, vestuario, educación y salud, o dedican más del doble de horas a labores de cuidado y trabajo doméstico no remunerado, en comparación con los hombres. Ellas trabajan casi una jornada completa a la semana, lo que limita sus posibilidades de desarrollo, autonomía y participación en espacios de poder y de decisión.

El trabajo de cuidados que recae en su mayoría sobre las mujeres es el motor oculto de las economías, que la pandemia también ha puesto al descubierto, y que nos obliga a pensar en los cuidados como un derecho que debe estar en el centro de las políticas y estrategias de recuperación y reactivación económica. 

La carga de la recuperación económica y social del país no puede recaer en los más pobres, en las mujeres que se encuentran sobre representadas en el sector informal de la economía, tan duramente golpeado por la crisis, o en las micro y pequeñas empresas, que han tenido que sortear este período con muy poco apoyo gubernamental.

Por lo tanto, las propuestas de políticas públicas para hacer frente a los impactos económicos y sociales que deja la pandemia deben priorizar el compromiso para la reducción de las desigualdades en la agenda nacional de los próximos 20 años.

Por consiguiente, y en primer lugar, se requiere la voluntad y decisión de avanzar en un pacto social y económico amplio, que siente las bases de las reformas estructurales urgentes que se deben impulsar. A mi juicio, una central, pero no la única, es una reforma fiscal integral, que posibilite que aquellas personas y sectores con mayores ingresos y riqueza, beneficiados incluso durante la pandemia, contribuyan proporcionalmente más que quienes se ubican en los estratos más pobres y clases medias, bajo el principio de justicia fiscal. 

Sumado a lo anterior, también combatir la evasión y elusión fiscal y eliminar los incentivos fiscales improductivos que se convierten en privilegios que favorecen a determinados sectores de la economía, y que serían recursos que podrían ser oportunos para fortalecer los presupuestos de salud y educación. 

En segundo lugar, se requiere de un Estado fuerte y con capacidad recaudatoria, de planificación de mediano y largo plazo, que garantice que los fondos públicos sean invertidos bajo criterios de eficiencia, pertinencia y calidad del gasto, orientado a cerrar las brechas de desigualdad y de avanzar hacia una sociedad con mayores niveles de bienestar.  

Finalmente, se requiere de una ciudadanía con un rol activo en las decisiones de políticas públicas que tienen un impacto sobre los derechos de la población. Para ello, se deben abrir espacios de participación formales; asimismo, el Estado debe promover y velar que no existan minorías con poder de veto en asuntos de interés público (por ejemplo, en materia de agua, la salud, educación, entre otros). 

Falta un mes para que se presente el Presupuesto General de la Nación correspondiente al ejercicio 2021. Para la Asamblea Legislativa, es un momento oportuno para poner los cimientos de una reforma fiscal de mayor calado. Una fiscalidad más justa y progresiva, que nos permita financiar un sistema de protección público y universal y que, sobre todo, garantice que los sectores más pobres y vulnerables, no terminen pagando los costos de la recuperación. La reforma fiscal no debe seguir postergándose. Hoy más que nunca es urgente.