¿Cuándo será justa la maternidad?
Por Paola Gutiérrez Pinto, responsable de la agenda Vida Libre de Violencias y Denia Arteaga García, oficial senior del proyecto GAC.
Oxfam en LAC

Portada: Isabella Londoño
Cada mayo se repite la escena: canciones, promociones de ollas, licuadoras, y mensajes que glorifican a “la que todo lo puede”. Aunque nos duela, el mes de la madre es la máxima expresión de una maquinaria cultural que romantiza y mercantiliza el sacrificio femenino, que exige a las mujeres disponibilidad permanente, abnegación emocional y productividad sin descanso y que sostiene una estructura de desigualdad que naturaliza la violencia y la explotación que en muchos casos deriva en pobreza económica y de tiempo de las mujeres que cuidan.
Aclaramos que la maternidad no es el problema: el problema es la forma en que el sistema convierte ese rol en destino, en obligación, en cárcel.
Dice el viejo proverbio que “para criar a un niño se necesita una aldea completa”; sin embargo, en nuestra realidad, a las mujeres se nos exige criar en solitario, cargar con la culpa, la sobrecarga y la responsabilidad total de la vida de les hijes, como si bastara un solo cuerpo para sostener todo lo que debería ser un esfuerzo colectivo.
Según el informe de Oxfam Rompiendo Moldes 2 a pesar de los avances en materia de igualdad, todavía en América Latina 6 de cada 10 personas jóvenes piensan que el rol principal de las mujeres es cuidar del hogar y de sus familias. Este dato no es anecdótico: es evidencia de cómo el mandato del cuidado se impone desde la adolescencia y naturaliza la desigualdad.
Ser proveedoras, cuidadoras, educadoras, enfermeras, cocineras, psicólogas y todo lo que haga falta, sin descanso, sin apoyo, sin reconocimiento. El Estado, las familias y las comunidades se desentienden de la crianza, mientras nos aplauden por “ser fuertes” y sobrevivir al abandono.
La normalización de una maternidad en soledad y sin condiciones se evidencia en que el 76% de las personas jóvenes consultadas para el mismo informe cree que el rol del hombre es ser proveedor mientras que el 63% considera que las mujeres son más hábiles para los trabajos domésticos. Según este imaginario ¿quién hace qué y quién se libera de qué?
En realidad, ninguna vida se sostiene solo desde el cuidado materno. Todas y todos hemos sobrevivido gracias a redes más amplias: la abuela que cuidó mientras la madre trabajaba, la tía que dio de comer, la vecina que hizo de maestra improvisada, la hermana mayor que se volvió segunda madre. En América Latina, estas redes de mujeres han sido el verdadero colchón ante la precariedad, la ausencia estatal y la injusticia estructural. Ellas han hecho posible la vida donde todo parecía destinado al colapso. Pero esa forma de amor que se extiende más allá del mandato biológico también encarna un profundo horror: el de un sistema que da por hecho que las mujeres, por amor o por obligación, estarán siempre ahí para sostener lo insostenible.
Es claro que estos imaginarios de género limitan profundamente las trayectorias de vida: y en este caso, cuando la maternidad se presenta como destino inevitable o, para muchas mujeres en contextos violentos, como una salida de escape- más que una elección, lo predestinado se vuelve una herramienta de exclusión.
La maternidad impuesta y normativa no empieza en el embarazo: empieza en el aula, en los medios de comunicación, en las iglesias, en la casa como mandato social. Cada vez que se repite que “lo primero es la familia”, o que “la mujer vale por su capacidad de dar vida” se inculca desde pequeñas que maternar es lo que da sentido a nuestra existencia. Y esta creencia interpretada como un destino primario o como una salida al maltrato o carencias del hogar nuclear, nos niega el derecho a imaginar otra cosa.
Lo que llamamos estereotipo es en realidad una sentencia. Una que convierte el cuidado en un castigo, la autonomía en culpa, y la maternidad en sacrificio. Y cuando se acepta el estereotipo se justifica la desigualdad. No es casual que una de cada cuatro personas jóvenes consultadas en el Informe vea normal que las mujeres no trabajen por una remuneración. Detrás de cada uno de estos números hay una verdad incómoda: el sistema capitalista no solo explota nuestros cuerpos, también nos educa para que aceptemos —y hasta celebremos— esa explotación.
El sistema te necesita madre sumisa, no libre; necesita tu sacrificio y culpa no tu amor; necesita tu fuerza laboral gratuita en forma de cuidados, no tus derechos, entre ellos cuidar y ser cuidada. Quiere cuerpos disponibles, tiempo infinito. No se trata solo de cuidar: se espera que lo hagamos bien, sin quejarnos, sin pedir nada a cambio. Y si fallamos, la culpa. Y si exigimos, la violencia que se perpetúa más allá de lo íntimo, en la distribución injusta del tiempo, y eventualmente los recursos.
Además, en la base de esta pirámide desigual están las más precarizadas: mujeres racializadas – indígenas, afrodescendientes -, rurales, migrantes, jóvenes, empobrecidas. Son ellas quienes sostienen el mundo desde la invisibilidad. Las que cuidan, en condiciones de remuneración injusta, a los seres queridos ajenos para poder sobrevivir, como nanas, niñeras, cuidadoras o empleadas domésticas, por dar algunos ejemplos. El 41% de jóvenes consultadxs para el Informe Rompiendo Moldes 2 considera que el desempleo es la principal situación que les expone a vivir VBG, mientras el 23% legitima como normal que las mujeres no tengan trabajo pago.
Entonces, ¿qué hacemos? ¿Rechazamos la maternidad? No. Lo que urge es romper con la maternidad como mandato e institución opresiva, pensar en esa gran categoría, ‘Madre’, desde las diversidades, lo creativo y lo comunitario. Reconstruir una maternidad que sea compartida, libre de culpa y de sobrecarga. Maternar implica que esta decisión sea plenamente informada, tomada en condiciones que garanticen el bienestar, los cuidados y la dignidad de quien la asume. Esta elección no puede estar condicionada por la presión social, religiosa o institucional, ni por la ausencia de derechos de salud sexual y reproductiva.
La maternidad elegida es un principio fundamental de justicia reproductiva que reconoce el derecho de cada persona a decidir si desea, o no, ser madre o embarcarse en un proyecto reproductivo, cuándo y en qué condiciones. No se trata solo de acceso a anticoncepción o aborto (además, hay también maternidades no gestantes), sino de la posibilidad real de ejercer la maternidad de forma voluntaria y digna.
Defender una maternidad deseada es también reconocer que las mujeres en toda su diversidad son sujetas de derecho, capaces de ejercer su autonomía sobre su proyecto de vida y por ende, sobre sus cuerpos. Por eso es urgente trascender la maternidad como obligación y reconstruirla desde el deseo, la autonomía corporal y el cuidado compartido. Entender la crianza y la diversidad como un proyecto amplio de crear comunidades contra el machismo y la heteronorma capitalistas.
Celebrar nuestras redes de cuidado sin cuestionar las condiciones que las obligan es romantizar una forma de violencia. Porque si bien hay en ellas solidaridad, ternura y resistencia, también hay agotamiento, renuncias, silencios forzados. Es urgente desnaturalizar esta entrega total que el sistema espera de las mujeres y empezar a construir comunidades que cuidan, pero no a costa de los cuerpos de siempre. Una maternidad compartida no puede seguir siendo una solución de emergencia nacida del abandono, sino una elección política basada en la justicia, la corresponsabilidad y el derecho al descanso. Solo así dejaremos de sobrevivir como podemos y empezaremos a vivir como merecemos.
Así que “Feliz mes de las madres” será sólo cuando la sociedad en su conjunto ayude a desmontar la creencia de que una maternidad impuesta, precarizada y solitaria es un regalo. Cuando empecemos a pensar en la maternidad como experiencia colectiva —y no como mandato individual— una verdadera revolución. Cuando nos decidamos a despatriarcalizar la crianza, redistribuir los cuidados. Cuando haya corresponsabilidad real de los hombres, del Estado y del entorno. Cuando criar deje de ser un destino aislado y se convierta en una decisión sostenida por vínculos, redes y derechos. Cuando las maternidades sean libres, elegidas, acompañadas, sin culpa y sin violencias ni sobrecargas.
Que este mayo nos encontremos juntas, organizadas y rompamos los moldes que nos violentan, convencidas de seguir luchando por nuestros derechos de cuidar en condiciones favorables, ser cuidadas y decidir.

